Yogur con hormigas: cómo la ciencia redescubre una fermentación ancestral

Lo que empezó como una vieja creencia campesina en los Balcanes —dejar la leche en un hormiguero para que cuaje— ha despertado la curiosidad de los científicos. Hoy, el «yogur con hormigas» revela un universo de microorganismos y enzimas que podría transformar la biotecnología alimentaria.

Por Enrique Coperías

Siguiendo un método tradicional búlgaro para hacer yogur, los investigadores añadieron cuatro hormigas del bosque vivas a un tarro de leche tibia.

Siguiendo un método tradicional búlgaro para hacer yogur, los investigadores añadieron cuatro hormigas del bosque vivas a un tarro de leche tibia.
Cortesía: David Zilber

En un bosque búlgaro, un grupo de investigadores deja un tarro de leche tibia dentro de un hormiguero. Al día siguiente, el líquido ha cambiado de aspecto: se ha vuelto más espeso, ligeramente ácido, con un aroma herbáceo. No es una travesura ni un experimento de arte contemporáneo, sino una investigación científica que recupera una práctica casi olvidada del folclore balcánico: elaborar yogur con ayuda de hormigas.

El estudio, publicado en la revista iScience por un equipo internacional liderado por Veronica M. Sinotte, de la Universidad de Copenhague, y Leonie J. Jahn, del Novo Nordisk Foundation Center for Biosustainability, en Dinamarca, revela que las hormigas rojas del género Formica pueden actuar como cultivo iniciador de la fermentación láctea.

El cuerpo de estos insectos —y sobre todo las comunidades microbianas que viven en ellas— aportan bacterias, ácidos y enzimas capaces de transformar la leche del mismo modo que lo hacen los fermentos clásicos del yogur. La investigación combina etnografía, microbiología y gastronomía para rescatar un conocimiento que estuvo a punto de perderse.

Contexto histórico: una fermentación olvidada en Anatolia y los Balcanes

Fermentar la leche es una de las primeras innovaciones culinarias de la humanidad. En el Creciente Fértil, hace nueve milenios, ya se conservaba leche animal transformándola en queso o yogur. En Turquía y Bulgaria, el proceso fue parte esencial de la cultura alimentaria. Allí, la palabra turca maya designa el fermento, pero también alude al conjunto de relaciones entre personas, animales, plantas y microorganismos que hacen posible la transformación del alimento. Durante siglos, los fermentos se mantenían vivos de mano en mano: cada nueva tanda de yogur se hacía con una porción del anterior, una práctica conocida como backslopping o semilla de fermentación.

👉 El siglo XX trajo consigo la simplificación industrial. Cuando los microbiólogos Stamen Grigorov e Ilya Metchnikoff aislaron el Lactobacillus delbrueckii subsp. bulgaricus y el Streptococcus thermophilus, el yogur se estandarizó. De la diversidad de bacterias tradicionales se pasó a un dúo doméstico de laboratorio. La industrialización del yogur trajo seguridad y homogeneidad, pero también una pérdida de biodiversidad microbiana y cultural.

En esa historia paralela de fermentaciones olvidadas aparece el yogur de hormigas. En aldeas de Anatolia, Bulgaria o Macedonia, los campesinos añadían huevos, larvas e incluso trozos de nido de hormiga a la leche cuando no disponían de maya tradicional. El etnógrafo turco Ali Rıza Yalman documentó en el siglo XX testimonios de pastores que machacaban «los pequeños huevos de las hormigas que viven bajo las piedras» para cuajar la leche. En la montaña búlgara de los Rodopes, algunos ancianos aún recordaban el procedimiento: introducir el tarro con leche en el propio hormiguero. La creencia era simple: las hormigas sabían fermentar.

Las bacterias simbióticas que viven en las hormigas —un microbioma o holobionte— aportan enzimas, ácidos y microorganismos fermentadores capaces de transformar la leche, del mismo modo que lo hacen los fermentos clásicos del yogur. Ilustración generada con Copilot

Qué es el holobionte de la hormiga y por qué puede fermentar leche

La ciencia moderna ofrece una explicación más precisa. Cada hormiga es, en realidad, un ecosistema viviente. En su cuerpo y su intestino habitan comunidades de bacterias simbióticas que la ayudan a digerir alimentos, producir sustancias defensivas o resistir a los agentes patógenos. Este conjunto inseparable del animal y sus microbios se conoce como holobionte. El equipo danés partió de una hipótesis: si las hormigas eran capaces de transformar la leche, debía ser gracias a ese holobionte, y no solo a su ácido fórmico.

Los investigadores recogieron colonias de Formica rufa y Formica polyctena, dos especies abundantes en los bosques europeos. En el laboratorio, prepararon tres tipos de yogur experimental: con hormigas vivas, con hormigas congeladas y con hormigas deshidratadas. También reprodujeron la versión tradicional in situ en Bulgaria, enterrando un frasco de leche dentro de un hormiguero activo. El resultado fue sorprendente: en todos los casos, especialmente con hormigas vivas, la leche se acidificó y cuajó.

La fermentación no era completa —el pH no bajó tanto como en un yogur industrial—, pero el líquido adquiría textura y sabor de yogur joven. “Tenía una acidez suave, notas herbáceas y sabor a grasa de leche de pasto”, describió el chef David Zilber, coautor del estudio y exdirector de fermentación del restaurante Noma.

De la etnografía a la alta cocina

El proyecto contó con la colaboración del restaurante Alchemist de Copenhague, dos estrellas Michelin, conocido por sus experimentos de gastronomía científica o holística. Allí, los cocineros desarrollaron tres platos inspirados en la tradición recuperada:

✅ Un antwich, que consistía en un helado elaborado con yogur de leche de oveja fermentado con hormigas vivas, servido entre galletas finas con forma de insecto.

✅ Un mascarpone de cabra, cuajado con hormigas deshidratadas, de textura untuosa y aroma similar al pecorino.

✅ Un cóctel de leche clarificada, en el que las hormigas reemplazaban al zumo de cítricos como agente coagulante, daba una bebida translúcida y ligeramente afrutada.

Los científicos enterraron un tarro de leche en una colonia de hormigas rojas para fermentarlo con ayuda de sus microbios.

Los investigadores enterraron un tarro de leche cubierto con una gasa dentro de una colonia de hormigas rojas del bosque para incubarlo, siguiendo un método tradicional en el que las hormigas y sus microbios ayudan a fermentar la leche y convertirla en yogur. Cortesía: David Zilber

¡Ojo con los parásitos!

Más allá de la provocación culinaria, estas recetas sirvieron como campo de pruebas para la fermentación natural. Las hormigas aportaban ácidos y enzimas que actuaban de manera parecida a los fermentos bacterianos tradicionales. Pero los científicos advierten de que no se trata de una práctica que pueda reproducirse sin precauciones.

En efecto, algunas especies de Formica pueden hospedar parásitos peligrosos para el ser humano, como el gusarapo chico (Dicrocoelium dendriticum), y las regulaciones europeas sobre insectos comestibles solo permiten el consumo de cuatro especies —ninguna de ellas hormigas— bajo la normativa de Nuevos Alimentos.

Por eso, el uso gastronómico de las hormigas en la fermentación se limita hoy a contextos controlados y simbólicos, más cerca del arte que de la producción alimentaria.

Bacterias, ácidos y enzimas: la alquimia del hormiguero

El análisis microbiológico reveló que el secreto del yogur de hormigas está en su comunidad bacteriana. Los cuerpos de Formica albergan tres grupos dominantes: bacterias lácticas (Lactobacillaceae), bacterias acéticas (Acetobacteraceae) y bacterias intracelulares del género Wolbachia.

Entre las más activas apareció Fructilactobacillus sanfranciscensis, una vieja conocida de los panaderos: es la bacteria del pan de masa madre de San Francisco. Su presencia sugiere un parentesco evolutivo entre los fermentos de pan y los de leche, y una conexión biológica entre hormigas y alimentos fermentados. De hecho, esta especie prospera tanto en los intestinos de las hormigas como en la harina húmeda del pan.

Cuando se añadieron hormigas vivas a la leche, las bacterias proliferaron, generando ácido láctico y ácido acético, los mismos responsables del sabor y la textura del yogur. Además, el propio cuerpo del insecto liberó ácido fórmico, el componente de su veneno, que actuó como un catalizador natural: ayudó a bajar el pH inicial y favoreció el crecimiento de bacterias acidófilas.

El resultado fue un ecosistema cooperativo de fermentación. Las hormigas aportaron el ácido inicial; las bacterias, la fermentación sostenida; y entre todas, un conjunto de enzimas (proteasas y peptidasas) capaces de descomponer la caseína de la leche. Estas proteínas no solo aceleraron la coagulación del yogur, sino que probablemente influyeron en su textura cremosa.

Fermentación creativa y biotecnología del futuro

Desde el punto de vista científico, el hallazgo demuestra que la fermentación puede entenderse como un proceso multiespecie, donde la frontera entre animal, microbio y alimento se difumina. En palabras de los autores, «el holobionte de la hormiga actúa como una unidad funcional de fermentación natural: un pequeño laboratorio portátil».

La idea no es solo curiosa, sino también relevante para la biotecnología alimentaria. Algunas bacterias identificadas en las hormigas —como las del género Fructilactobacillus— podrían emplearse en fermentaciones vegetales o en yogures sin lácteos, sectores en auge dentro de la alimentación sostenible. Su capacidad de generar ácidos y enzimas bajo condiciones no convencionales las hace valiosas para innovar en productos alternativos.

Además, el estudio propone una reflexión sobre el papel cultural de los microbios y la biodiversidad alimentaria. La industrialización del yogur redujo su diversidad biológica y simbólica, confinándolo a dos especies bacterianas domesticadas. Recuperar prácticas como la del yogur de hormigas permite reconocer que la fermentación es también una historia de relaciones entre humanos y otros organismos. «La palabra maya —recuerdan los autores— proviene de un universo donde la fermentación era un acto compartido entre personas, animales, plantas y microorganismos».

Muestra recogida durante el trabajo de campo en Bulgaria: yogur fermentado y hormigas rojas del bosque utilizadas en el experimento.

Muestra recogida durante el trabajo de campo en Bulgaria: yogur fermentado y hormigas rojas del bosque utilizadas en el experimento. Cortesía: David Zilber

Riesgos y sostenibilidad: entre la ciencia y la tradición

El trabajo también es un recordatorio de prudencia. Los investigadores insisten en que el uso de hormigas vivas o sus derivados debe reservarse a comunidades que mantengan la tradición o a expertos en microbiología alimentaria.

La manipulación incorrecta podría favorecer, por ejemplo, el crecimiento de bacterias no deseadas, como el Bacillus cereus, un contaminante habitual de los alimentos y que causa envenenamiento por consumo.

Otro punto delicado es la conservación de las propias hormigas. Las Formica rufa y F. polyctena están en declive en varias regiones de Europa, por lo que su recolección masiva sería insostenible. Los científicos proponen, en cambio, aislar las bacterias útiles y cultivarlas en laboratorio, preservando tanto la biodiversidad microbiana como el valor cultural de la práctica.

Una nueva mirada: ciencia, cultura y microbioma

El estudio es fruto de una colaboración poco común entre disciplinas. En él participan microbiólogos, antropólogos, gastrónomos y chefs. Para los primeros, las hormigas son una mina de microbios fermentadores. Para los segundos, una clave para entender cómo el conocimiento culinario tradicional integra a los no humanos en sus recetas. Y para los cocineros, un ejemplo de cómo la ciencia puede inspirar nuevas formas de creatividad gastronómica.

Desde el laboratorio de Copenhague hasta la mesa de un restaurante de vanguardia, el yogur de hormigas encarna una idea poderosa: la de una fermentación que no solo transforma la leche, sino también nuestra manera de pensar la comida. Nos recuerda que detrás de cada bocado de yogur hay una red invisible de seres —bacterias, animales, humanos— que colaboran para producir sabor, textura y cultura.

Quizá por eso los autores concluyen con una reflexión que parece escrita tanto para los científicos como para los cocineros: «El holobionte de la hormiga ofrece un ejemplo poderoso que puede ampliar nuestra imaginación sobre lo posible». ▪️

  • Fuente: Sinotte, Veronica M. et al. Making yogurt with the ant holobiont uncovers bacteria, acids, and enzymes for food fermentation. iScience (2025). DOI: 10.1016/j.isci.2025.113595

Anterior
Anterior

Glioblastomas: el cáncer cerebral que también destruye el cráneo y altera el sistema inmunitario

Siguiente
Siguiente

Liangzhu: los huesos humanos que revelan el nacimiento de la primera ciudad china