Una mariposa cósmica ofrece nuevas pistas sobre el origen de los planetas y la vida en la Tierra
En el corazón de la nebulosa NGC 6302, también conocida como de la Mariposa, el telescopio James Webb ha descubierto cristales y moléculas orgánicas que podrían explicar cómo surgieron los ingredientes de la Tierra primitiva. Este hallazgo conecta la muerte de una estrella con el nacimiento de mundos habitables.
Por Enrique Coperías
Situada a una distancia de 3400 años luz de la Tierra, en la constelación de Escorpio, NGC 6302 es una de las nebulosas planetarias más complejas que se conocen. Sus alas incandescentes, extendidas como un tapiz de gas y polvo, han fascinado a astrónomos y amantes del cosmos desde hace décadas. Cortesía: NASA, ESA, and J. Kastner (RIT)
En lo profundo de la constelación de Escorpio, a unos 3.400 años luz de distancia, flota un objeto tan bello como enigmático: la nebulosa planetaria NGC 6302, más conocida como la nebulosa de la Mariposa o la mariposa cósmica. Sus alas incandescentes, extendidas como un tapiz de gas y polvo interestelar, han fascinado a astrónomos y amantes del cosmos desde su descubrimiento a finales del siglo XIX.
Pero hoy, gracias a la mirada del telescopio espacial James Webb, sabemos que esta mariposa no es solo un espectáculo visual: es también un laboratorio natural que guarda claves fundamentales sobre el origen de mundos como la Tierra.
Un estudio publicado en la revista Monthly Notices of the Royal Astronomical Society presenta el retrato más detallado jamás obtenido del corazón de esta nebulosa planetaria, y revela procesos que ayudan a comprender cómo se ensamblan los materiales básicos de los planetas rocosos. Lo más sorprendente de esta investigación es que en el núcleo de la mariposa cósmica se forman minerales cristalinos y moléculas orgánicas complejas, ingredientes esenciales para la química prebiótica. Una sopa bioquímica que en el caso de la Tierra, tras miles de millones de cocción, desembocaría en la vida tal y como la conocemos.
El canto del cisne de una estrella moribunda
Las nebulosas planetarias son la fase final de estrellas con masas de entre 0,8 y 8 veces la del Sol. Al final de su existencia, estas estrellas expulsan gran parte de sus capas externas, que se expanden al espacio y forman estructuras tan bellas como espectaculares. El término nebulosa planetaria es engañoso: en el siglo XVIII, los primeros telescopios mostraban discos circulares que recordaban a planetas, de ahí la confusión. Pero en realidad, son monumentos funerarios de soles moribundos.
En el caso de la nebulosa de la Mariposa, el resultado es especialmente espectacular. Dos lóbulos se abren en direcciones opuestas, que forman las alas de mariposa, mientras que un denso torus de polvo —un anillo visto de perfil— actúa como el cuerpo del insecto.
En el centro permanece el núcleo estelar, una suerte de horno a 220.000 grados Kelvin (unos 219 °C), una de las temperaturas más altas registradas en una nebulosa de este tipo. Ese motor ardiente ioniza el gas circundante y enciende el resplandor que vemos en el cielo.
El papel del telescopio espacial James Webb
Durante décadas, la estructura central de NGC 6302 estuvo oculta tras cortinas de polvo cósmico demasiado densas para la luz visible. Ni siquiera el telescopio espacial Hubble pudo desvelar todos sus secretos. Aquí es donde entra en juego el James Webb, con su capacidad de observar en el infrarrojo medio, que penetra el polvo interestelar y detecta las firmas químicas de átomos, moléculas y minerales.
Usando el instrumento MIRI (Mid-Infrared Instrument) en modo de espectroscopía de campo integral, el equipo científico elaboró un mapa espectral tridimensional del núcleo de la mariposa cósmica. Identificaron casi doscientas líneas de emisión distintas, correspondientes a elementos como el hierro, el níquel, el magnesio y el silicio, además de moléculas como el hidrógeno molecular y compuestos de carbono.
La precisión del MIRI permitió localizar, por primera vez, la posición exacta de la estrella central, envuelta en un capullo de polvo estelar invisible en longitudes de onda ópticas. Allí, el calor del núcleo enciende la nube de partículas, que brilla intensamente en el espectro infrarrojo.
Cristales cósmicos y polvo estelar, los ladrillos de los planetas
Uno de los hallazgos más reveladores es la coexistencia de dos tipos de polvo interestelar muy distintos: por un lado, los silicatos cristalinos, minerales ordenados como pequeños cristales de cuarzo o forsterita; por otro, polvo amorfo, más parecido al hollín. Ambos se encuentran en el mismo objeto, pero en regiones con condiciones físicas diferentes.
La líder del estudio, la astrónoma Mikako Matsuura, de la Universidad de Cardiff, en el Reino Unido, lo explica con entusiasmo en un comunicado de la Royal Astronomical Society:
«Durante años, los científicos hemos debatido cómo se forma el polvo cósmico en el espacio. Ahora, con la ayuda del poderoso James Webb, tenemos una imagen mucho más clara. Pudimos ver a la vez gemas frías, formadas en zonas calmadas y longevas, y suciedad incandescente, generada en partes violentas y rápidas del universo, todo dentro de un mismo objeto».
Este contraste es crucial. La mayor parte del polvo cósmico tiene una estructura desordenada, pero los cristales requieren tiempo, densidad y calor moderado para crecer. El hecho de que el torus central de NGC 6302 esté compuesto de granos micrométricos, grandes para los estándares cósmicos, indica que llevan miles de años madurando en un ambiente relativamente estable. Estos mismos cristales son análogos a los que más tarde integrarían meteoritos y planetas.
PAH, el humo de estrellas con aroma terrestre
Si los cristales cósmicos cuentan la historia mineral, los hidrocarburos aromáticos policíclicos o PAH aportan la dimensión orgánica. Estas moléculas de carbono adoptan estructuras planas en forma de anillo, semejantes a panales de abeja. En la Tierra, se encuentran en el humo de una hoguera, en los gases de escape de los coches e incluso en una tostada quemada.
El James Webb detectó hidrocarburos aromáticos policíclicos en una zona inesperada: una burbuja de gas formada cuando un viento estelar chocó contra el material circundante. En un entorno tan rico en oxígeno y bañado por radiación ultravioleta, deberían haberse destruido, pero la observación sugiere que se estaban formando allí mismo. Es la primera vez que se documenta este proceso en una nebulosa planetaria de este tipo.
«Este descubrimiento supone un gran paso adelante en la comprensión de cómo se unen los materiales básicos de los planetas», afirma Matsuura.
En otras palabras, los mismos PAH que hoy aparecen en el humo terrestre pudieron haber llegado a la Tierra primitiva como parte de un legado estelar, contribuyendo de este modo a la química prebiótica que precedió al origen de la vida.
Imagen infrarroja del James Webb combinada con observaciones submilimétricas de ALMA, que muestra el torus en forma de rosquilla y las burbujas de gas polvoriento que rodean a la estrella central de la nebulosa de la Mariposa. El torus aparece en posición casi vertical y visto de canto, intersectando con burbujas rojas iluminadas por helio y neón. Hacia el exterior, chorros opuestos trazados por hierro ionizado se disparan en direcciones contrarias. Cortesía: ESA/Webb, NASA & CSA, M. Matsuura, ALMA (ESO/NAOJ/NRAO), N. Hirano, M. Zamani (ESA/Webb)
Jets metálicos, burbujas y erupciones estelares
El mapa químico revela además una estructura jerárquica: los iones que requieren más energía para formarse, como el [Si VII] —una línea espectral de silicio altamente ionizado— se concentran en el centro, mientras que los de menor energía se disponen en capas externas. Es un patrón en cebolla que refleja cómo la radiación estelar organiza su entorno.
Dos trazadores resultan particularmente interesantes: el hierro y el níquel. Ambos siguen la huella de jets opuestos que emergen del centro como lanzas de fuego. Estos chorros, visibles gracias al telescopio James Webb, confirman que la nebulosa planetaria no es un sistema en equilibrio, sino un escenario de erupciones episódicas.
Por otro lado, la forma de mariposa cósmica, con sus alas extendidas, no se debe a una simple expansión simétrica. Las observaciones del James Webb y de ALMA (Atacama Large Millimeter/submillimeter Array), en Chile, muestran que la estrella central expulsó su material en episodios violentos y sucesivos, con diferentes ángulos y energías. Este comportamiento caótico genera burbujas de gas, arcos y filamentos superpuestos.
Algunos astrónomos sugieren que podría haber una estrella compañera oculta que desestabiliza todo el sistema. Si existiera, la materia caída hacia ella habría alimentado un disco de acreción—una estructura de gas y polvo que gira en espiral alrededor de un objeto masivo— responsable de las erupciones. Resolver este enigma exigirá nuevas observaciones.
Conexión con la formación de la Tierra
Pero ¿por qué todo esto es relevante para nosotros? Porque la Tierra se formó a partir de los mismos ingredientes cósmicos que hoy vemos en la mariposa cósmica: polvo cristalino, moléculas de carbono y gas ionizado. Comprender cómo se forman, sobreviven y se combinan estas sustancias nos acerca a la respuesta de una pregunta fundamental: ¿cómo se crean los mundos habitables?
En palabras Matsuura, «este hallazgo nos ofrece una pista directa sobre cómo los ladrillos fundamentales de los planetas —minerales y moléculas orgánicas— pueden surgir incluso en los escenarios más extremos del universo».
La mariposa cósmica demuestra que, de la muerte de una estrella, pueden nacer los ingredientes de nuevos sistemas planetarios. Así ocurrió en el pasado de nuestra galaxia, cuando generaciones de estrellas enriquecieron el medio interestelar con materiales que acabarían formando el Sol, los planetas y, en última instancia, la vida terrestre.
Un puente entre la muerte de las estrellas y el nacimiento de mundos
La fase de nebulosa planetaria de NGC 6302 dura apenas 20.000 años, un suspiro cósmico. La mariposa cósmica ya lleva al menos dos milenios expandiéndose, y en otros pocos miles sus alas se disiparán en el espacio interestelar. El núcleo quedará reducido a una enana blanca, fría y silenciosa. Pero mientras tanto, seguirá siendo un laboratorio único para estudiar cómo la muerte de las estrellas contribuye al ciclo vital de la galaxia.
El telescopio James Webb ha revelado que la nebulosa de la Mariposa no es solo una obra de arte celeste, sino un repositorio de pistas sobre la creación de planetas y vida. Allí, en el corazón de un astro moribundo, conviven cristales de cuarzo cósmico y moléculas orgánicas semejantes al humo terrestre, modelados por burbujas de gas, chorros de metales y radiación extrema.
Los hallazgos de Mikako Matsuura y su equipo confirman que el universo tiene una sorprendente capacidad de crear orden en medio del caos: de las explosiones y vientos violentos surgen moléculas complejas y minerales cristalinos que, al viajar por el espacio, pueden sembrar nuevos sistemas planetarios. En palabras sencillas: somos, literalmente, polvo de estrellas, pero un polvo organizado en formas capaces de generar mundos y vida.
La mariposa cósmica nos recuerda que, al observar el ocaso de una estrella, estamos contemplando también el amanecer de futuros planetas habitables.▪️
Información facilitada por la Real Sociedad Astronómica
Fuente: Mikako Matsuura et al. The JWST/MIRI view of the planetary nebula NGC 6302 – I. A UV-irradiated torus and a hot bubble triggering PAH formation. Monthly Notices of the Royal Astronomical Society (2025). DOI: https://doi.org/10.1093/mnras/staf1194