Flacos por fuera, gordos por dentro: la grasa oculta que daña las arterias aunque el peso corporal parezca normal

Un estudio internacional demuestra que la acumulación de grasa visceral —la que se esconde entre los órganos— y la grasa en el hígado están ligadas a un daño silencioso en las arterias, incluso en personas sin sobrepeso aparente.

Por Enrique Coperías

Personas con obesidad metabólica de peso normal, conocidas como gordos flacos: individuos que, pese a tener un peso saludable, acumulan grasa interna y poca masa muscular

Personas con obesidad metabólica de peso normal, conocidas como gordos flacos: individuos que, pese a tener un peso saludable, acumulan grasa interna y poca masa muscular, lo que aumenta su riesgo de diabetes de tipo 2, hipertensión y síndrome metabólico. Imagen de Gustavo en Pixabay

El índice de masa corporal (IMC) ha sido durante décadas el termómetro universal para medir el sobrepeso y la obesidad. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), un valor inferior a 18,5 indica bajo peso; entre 18,5 y 24,9 se considera peso normal; de 25 a 29,9 corresponde a sobrepeso, y 30 o más se clasifica como obesidad.

Ahora bien, cada vez más investigaciones coinciden en que este cálculo simplificado —dividir el peso por la altura al cuadrado— deja fuera una parte crucial de la historia: dónde se acumula la grasa.

Ahora, un amplio estudio coordinado desde Canadá y publicado en la revista Communications Medicine ofrece una evidencia contundente de que no toda la grasa pesa lo mismo ni se comporta igual. En concreto, la que se deposita en el abdomen, entre los órganos —la llamada grasa visceral—, y la que infiltra el hígado graso, constituyen una amenaza directa para las arterias, incluso en personas con un IMC normal.

Qué es la grasa visceral y por qué es peligrosa

El trabajo, liderado por la epidemióloga Sonia Anand, de la Universidad McMaster, en Canadá, analizó a más de 6.700 adultos canadienses y 26.000 británicos con técnicas avanzadas de resonancia magnética y ecografía. Los resultados indican que cuanto mayor es el volumen de grasa visceral, más engrosadas y rígidas aparecen las paredes de las arterias carótidas, un marcador de aterosclerosis subclínica, es decir, de daño arterial antes de que se manifieste una enfermedad cardiovascular. El hígado graso también se asocia con este deterioro, aunque en menor medida.

«Estos hallazgos confirman que el riesgo cardiovascular no depende tanto del peso en la báscula como de la localización de la grasa —resume Anand. Y advierte —: Una persona delgada por fuera pero con exceso de grasa interna puede tener un corazón y unas arterias mucho más envejecidos de lo que imagina».

La epidemióloga insiste en que «no siempre se puede saber a simple vista si una persona tiene grasa visceral o hepática. Este tipo de grasa es metabólicamente activa y peligrosa; está vinculada a la inflamación y al daño arterial incluso en personas que no parecen tener sobrepeso. Por eso es tan importante replantearnos cómo evaluamos la obesidad y el riesgo cardiovascular».

Imagen de resonancia magnética del cuello y las arterias carótidas, que muestra el flujo sanguíneo desde el corazón hasta el cerebro, clave para detectar de forma temprana signos de aterosclerosis o daño arterial silencioso.

Imagen de resonancia magnética del cuello y las arterias carótidas, que muestra el flujo sanguíneo desde el corazón hasta el cerebro, clave para detectar de forma temprana signos de aterosclerosis o daño arterial silencioso. Cortesía: Glenoaks Imaging Professionals

«Gordos flacos»: la epidemia silenciosa de la obesidad metabólica

El estudio parte de una constatación preocupante: en 2022 había en el mundo más de 2.500 millones de adultos con sobrepeso, y de ellos casi 900 millones eran obesos. Pero incluso entre quienes escapan de esas categorías hay motivos de alarma. La llamada obesidad metabólicamente obesa, pero de peso normal —o el fenómeno del gordo flaco— se caracteriza por un cuerpo aparentemente delgado, pero con una proporción elevada de grasa interna y poca masa muscular.

Este patrón, difícil de detectar con métodos rutinarios, se asocia con un riesgo elevado de diabetes de tipo 2, hipertensión y enfermedad cardiovascular.

A diferencia de la grasa subcutánea, que se acumula bajo la piel y puede resultar visible, la grasa visceral se aloja en el interior del abdomen, envolviendo órganos como el páncreas, los intestinos y el hígado. Es metabólicamente más activa, y libera ácidos grasos y moléculas inflamatorias que alteran la sensibilidad a la insulina, elevan la presión arterial y dañan el endotelio, la capa interna de las arterias. Por eso, un perímetro abdominal elevado o una cintura ancha son mejores indicadores de riesgo que el peso corporal total.

El estudio: mirar «por dentro» con resonancia magnética

Para medir ese riesgo oculto, los investigadores del consorcio Canadian Alliance for Healthy Hearts and Minds (CAHHM) sometieron a miles de voluntarios de entre 35 y 69 años a resonancias magnéticas de abdomen y arterias carótidas. Este método permite calcular con precisión el volumen de grasa visceral (VAT) y el porcentaje de grasa hepática (HFF), además de medir el grosor de la pared arterial (CWV). Este es un indicador temprano de aterosclerosis, una enfermedad en la que se acumulan grasas, colesterol y otras sustancias (llamadas placas) en las paredes de las arterias. Esto provoca que las arterias se endurezcan y se estrechen.

En paralelo, los datos se contrastaron con los de la UK Biobank, la gran base de datos biomédica del Reino Unido, donde las carótidas se evaluaron mediante ecografía.

Los participantes eran en su mayoría personas sanas o con factores de riesgo leves. Sin embargo, los pusieron en evidencia una tendencia inequívoca: cada aumento de una desviación estándar en la grasa visceral se asociaba con un incremento significativo del volumen de la pared carotídea. En cifras, unos 6 milímetros cúbicos más de engrosamiento por cada incremento estándar de grasa abdominal, incluso tras ajustar por edad, sexo, presión arterial, colesterol y otros factores clásicos.

Un mayor impacto en hombres

El patrón se repetía en la cohorte británica, donde la medida utilizada era el grosor de la íntima-media carotídea (CIMT). Allí, cada aumento equivalente de grasa visceral se traducía en 0,016 milímetros más de espesor arterial, un cambio que se ha vinculado a un aumento del riesgo de infarto o ictus de hasta un 30%.

La grasa hepática también mostró una asociación positiva, aunque más débil. En el conjunto de los análisis, la grasa abdominal resultó ser el factor con mayor impacto, especialmente en los hombres, que tienden a acumularla en mayor proporción que las mujeres.

«El estudio demuestra que, incluso después de tener en cuenta los factores de riesgo cardiovascular tradicionales —como el colesterol y la presión arterial—, la grasa visceral y la del hígado siguen contribuyendo al daño en las arterias —explica Russell de Souza, coautor principal del trabajo y profesor del Departamento de Métodos de Investigación en Salud, Evidencia e Impacto de la McMaster. Y continúa—: Los resultados son una llamada de atención tanto para los profesionales sanitarios como para el público en general».

Más allá del IMC: redefinir la obesidad

El hallazgo clave del estudio es que estas relaciones se mantienen incluso tras descontar los factores de riesgo tradicionales. Es decir, la grasa visceral y la hepática no solo acompañan a la hipertensión, la diabetes o el colesterol alto, sino que ejercen un efecto directo sobre las arterias. En la práctica, esto significa que una persona con un perfil analítico aparentemente saludable podría estar desarrollando aterosclerosis sin saberlo.

Los mecanismos biológicos detrás de este fenómeno son complejos. Una de las teorías más aceptadas, conocida como del desbordamiento graso, sostiene que el cuerpo tiene una capacidad limitada para almacenar grasa de manera segura bajo la piel.

Cuando se supera ese umbral, el exceso se dirige a depósitos internos, donde provoca inflamación y resistencia a la insulina. A su vez, el hígado sobrecargado libera lipoproteínas ricas en triglicéridos y colesterol que circulan por la sangre y contribuyen a la formación de placas en las arterias.

La grasa visceral y la hepática son altamente sensibles a los cambios en el estilo de vida. El tejido graso interno responde rápido a la dieta y al ejercicio, incluso antes de que se note una gran pérdida de peso.

La grasa visceral y la hepática son altamente sensibles a los cambios en el estilo de vida. El tejido graso interno responde rápido a la dieta y al ejercicio, incluso antes de que se note una gran pérdida de peso, según Anand. Foto: Jonathan Borba

El papel del hígado graso y su vínculo con el corazón

La nueva invstigación también arroja luz sobre la relación entre el hígado graso no alcohólico (NAFLD) —una enfermedad que afecta ya a una cuarta parte de la población mundial— y el daño cardiovascular. Aunque en la muestra canadiense la grasa hepática por sí sola no se asoció significativamente con el engrosamiento arterial, al combinar los datos con los británicos emergió un vínculo claro: cuanto más infiltrado está el hígado, mayor es el grosor de las carótidas.

«La grasa en el hígado parece actuar como un amplificador del riesgo cuando se suma a la viscera», explica Anand.

El hígado graso, además, se relaciona con un perfil inflamatorio sistémico y con alteraciones en la coagulación y el metabolismo de los lípidos. «No es una condición benigna —advierte la autora—. Puede ser un reflejo de que el metabolismo entero está desregulado».

Cómo reducir la grasa visceral y hepática

La buena noticia es que la grasa visceral y la hepática son altamente sensibles a los cambios en el estilo de vida. «El tejido graso interno responde rápido a la dieta y al ejercicio, incluso antes de que se note una gran pérdida de peso», señala Anand.

Diversos ensayos han demostrado que adoptar una dieta mediterránea —rica en frutas, verduras, legumbres, aceite de oliva y pescado— reduce significativamente ambos tipos de grasa. También se han mostrado eficaces estrategias como el ayuno intermitente, las dietas hipocalóricas bajas en carbohidratos y los planes veganos. El ejercicio físico, sobre todo el aeróbico combinado con fuerza, es otro pilar esencial.

Además, la medicina dispone ya de tratamientos farmacológicos que reducen la grasa visceral y hepática:

✅ El más reciente, el resmetirom, aprobado en 2024 por la FDA estadounidense para la esteatohepatitis no alcohólica, actúa sobre el metabolismo de las grasas en el hígado.

✅ Otros fármacos, como los análogos de GLP-1 (liraglutida o semaglutida), reducen la grasa interna a la vez que ayudan a perder peso y mejorar el control metabólico.

Replantear el concepto de obesidad

El estudio refuerza la idea de que el IMC ya no basta para evaluar la salud metabólica. «Podemos tener un peso normal y, aun así, un corazón en peligro», subraya Anand.

En su opinión, debería darse más protagonismo a medidas sencillas como el perímetro de cintura o la relación cintura-cadera, que reflejan mejor la acumulación de grasa interna. Las técnicas de imagen, aunque costosas, podrían reservarse para pacientes con riesgo elevado o discrepancias entre peso y salud metabólica.

La comunidad científica ya discute una redefinición del término obesidad que no dependa exclusivamente del peso, sino del funcionamiento del tejido adiposo y sus efectos en los órganos. «No se trata solo de cuánto pesa una persona, sino de dónde y cómo almacena la grasa», apunta la epidemióloga canadiense.

Un enemigo silencioso

La aterosclerosis, proceso que conduce a la obstrucción de las arterias, comienza décadas antes de que aparezcan los síntomas. Detectar sus señales en fases tempranas es clave para prevenir infartos y accidentes cerebrovasculares. Según el metaanálisis citado por el propio estudio, una reducción anual de apenas 0,01 milímetros en el grosor de la arteria carotídea se asocia con una caída del 16% en el riesgo de eventos cardiovasculares. “Cada pequeño cambio cuenta”, recuerda Anand.

El mensaje final de los autores no es otro que reducir la grasa visceral podría ser tan importante como bajar el colesterol o controlar la presión arterial. La investigación abre la puerta a un enfoque más personalizado y preventivo de la salud cardiovascular, donde la báscula deje de ser la única juez.

En resumen, el estudio de Anand y su equipo pone números y mecanismos a una intuición cada vez más compartida: que la verdadera obesidad no siempre se ve, pero se siente —y se mide— en las arterias. Porque, como advierten los investigadores, ser flaco por fuera no garantiza estar sano por dentro.▪️

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